lunes, 31 de mayo de 2010
ASÍ SE PAGAN LAS LOCURAS AL VOLANTE
JORGE CASANOVA
Redacción/ la Voz de Galicia
30/5/2010
TRÁFICO
ASÍ SE PAGAN LAS LOCURAS AL VOLANTE.
Vulnerar la ley de seguridad vial les supuso la condena de un juez. La próxima vez irán a prisión, pero no todos lo entienden«Soy un camándula; he vendido el coche, no valgo para conducir»
«Yo soy un camándula», admite Pedro mientras apura el cigarrillo antes de entrar al taller de sensibilización vial. Es su cuarto sábado de asistencia; el último en el que cumple las horas de trabajo comunitario con las que sustituyó la pena de cárcel que le impuso un juez. Aún así, una alcoholemia lo llevó a Teixeiro. Tres días. Tal vez por eso es de los que parecen tener la lección mejor aprendida. Un camándula es un bala perdida, una mala cabeza. Pedro lo reconoce. «He vendido el coche. No valgo para conducir».
Dentro de la sala hay otros quince que pasaron por el banquillo de los acusados. La mayoría por alcoholemias que saltaron la raya de la falta al delito. Casi todos, hombres; en su mayor parte mayores de 35 años. Conductores experimentados, con decenas de miles de kilómetros a sus espaldas. Suman ya 15 horas de taller. Charlas y audiovisuales que apelan, no solo a la razón, sino a las emociones. Muchos han bajado ya la guardia; han abandonado el fastidio con el que acudieron el primer día y han sacado conclusiones. Pero otros no.
Mientras Ángela Giménez, la técnico de Stop Accidentes que imparte el curso, va repasando las razones por las que no se debe usar el móvil al volante, uno de los asistentes interrumpe siempre que puede quejándose de los peligros de las obras, de los que no cambian los neumáticos, del afán recaudatorio de la Guardia Civil... En algunos casos encuentra algún apoyo. En otros se queda solo. Es el porcentaje irrecuperable de cada curso. Lo saben todos los profesores y ocurre de forma invariable.
De todos modos, la estrella del día es el presidente de Extremadura, pillado a 170 kilómetros por hora. Un ejemplo demoledor que alimenta los comentarios de injusticia, de que a unos sí y a otros no, etcétera. La imprudencia del presidente tiene un efecto demoledor en el grupo.
20 minutos, 3 cervezas.
Tras dos horas y media de taller se abre un descanso de veinte minutos para tomar café. Casi nadie toma café. Casi todos toman cerveza. A alguno le da tiempo de tomar tres. Son las once y media de la mañana. Charlo con Javier, más de cincuenta años, comercial, media vida en la carretera. Y cuenta la de casi todos. Una partida, de noche, en un bar a 50 metros de casa. Al acabar, en vez de ir caminando, acercó el coche porque al día siguiente tenía que madrugar. Y lo paró la Guardia Civil. «Cometí un error», dice. Pero se queja de las consecuencias. Este es su segundo curso de sensibilización. El anterior le costó cuatro tardes y seiscientos euros, más la multa, más los mil y pico euros que le reclama el abogado de oficio, los costes laborales por no disponer del coche... «Y ahora tengo antecedentes penales, que eso sí que es un problema».
Todos dicen que el curso les ha aportado algo. Se quejan de la dinámica escolar, que ya les resulta extraña, pero casi invariablemente opinan que el curso debería ser obligatorio para sacar el carné. Los comentarios van rápidos, como las cervezas.
A la vuelta, Ángela pincha vídeos sobre el cinturón. Algunos, pertenecientes a campañas publicitarias de máxima crudeza. Muchos giran la cara. «¡Quita eso!», se oye decir. Aún falta un poco más. Jeanne Picard, la presidenta de Stop Accidentes, cierra el curso. Dos horas de charla y debate que comienzan con unos minutos de silencio mientras por la pantalla transitan las caras de las víctimas, jóvenes, mayores, con sus nombres y sus ilusiones.
Luego, Jeanne les dirá una frase para reflexionar, que no se gasta nunca: «A vosotros os pararon y por eso podéis estar aquí. Mi hijo, no». La historia del chaval que se encontró con la muerte cuando iba de madrugada a observar a los pájaros prolonga el silencio. Pero pronto vuelve la rebelión. Hay palabras que escuecen, que no se aceptan: «Yo no soy un delincuente. No he robado ni he matado a nadie», dice uno de ellos. Hay un runrún de aprobación entre varios. Se discute por qué se venden coches que corren tanto, y pasa un rato hasta que alguien recuerda que el acelerador lo pisa el conductor. Ángela lo acaba admitiendo: «A alguno de ustedes le harían falta cuatro sábados más».
En una hora habrán cumplido la sentencia. Casi todos se llevan algo aprendido. Admiten que fue mejor de lo que pensaban, que les servirá en el futuro. La mayoría no volverán. Pero algunos, como si lo llevaran escrito en la frente, acabarán en la cárcel.
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